Politcal thought

La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica, la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

I

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología. La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem, el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano. Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate, activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir, encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano? Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes, Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse, de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo; enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para el reconocimiento.

III

La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen, ‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el proceso; la abstraccióncomo construcción racional, que es colectiva, en cuanto se aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad, diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.

V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones. Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa. La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La aridez de la democracia a secas puede ser insoportable,  puede convertirse en el mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las complejidades que comportan las democracias contemporáneas.

Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las ‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos, no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es bastante.

 

Este articulo apareció en la Revista Trashumante www.trashumante.ec

“Interessi (materiali e ideali), e non idee,

governano immediatamente l’agire dell’uomo.

Ma assai spesso le “immagini del cosmo” create

dalle idee hanno determinato, come

degli scambisti, la strada sulla quale la

dinamica degli interessi ha mosso l’agire.”

Max Weber

 

Introduzione

Il confronto con il pensiero dei classici costituisce una fonte inesauribile di stimoli e spunti per comprendere la realtà contemporanea. Con il passare del tempo, quelle riflessioni che erano scaturite dall’analisi di un contesto geografico e temporale preciso, sembrerebbero prendere quota, astrarsi da quelle circostanze per diventare metastoriche, universali. Eppure, il riferimento ai classici rischia di offrire una parte limitata della sua potenzialità se esso non indugia in un’analisi attenta delle circostanze a partire dalle quali le riflessioni tramandateci sono scaturite. L’universalità del pensiero dei classici non deriva tanto dall’eccezionalità di quelle circostanze quanto dall’acume con cui esse sono state indagate. Cogliere pienamente la forza di quelle riflessioni richiede di ripercorrere la loro gestazione, seguire i passi che dalle vicende particolari hanno condotto ai pensieri più generali, quelli capaci di trascendere il loro tempo e parlare alla generazioni future.

Il pensiero politico di Max Weber è, in questo senso, un caso paradigmatico. Le sue riflessioni in quest’ambito, che non era il più aderente alle sue indagini scientifiche, scaturiscono dal suo appassionato interesse per le vicende della Germania post-Bismarckiana: l’eredità del cancelliere di ferro, l’ascesa economica e militare del paese, l’emergere della questione sociale, la guerra. Eppure, la profondità del suo sguardo non si ferma alle vicende spicce, alle colpe dell’uno, o ai successi dell’altro, essa scava nella complessità dei processi, riflettendo sulle cause e le conseguenze, sulle implicazioni e le possibilità. Il suo sforzo si beneficia di quell’impostazione mentale scaturita dalle sue meditazioni metodologiche. Nel pensare ai problemi politici, Weber non applica idee preconcette o valori astratti. Il principio avalutativo lo spinge ad evitare ideologismi, a pensare le strategie più efficaci per porre rimedio ai problemi senza badare alla congruità di esse con la dottrina di moda. Questo percorso lo porta a criticare in modo impietoso le teorie politiche del suo tempo. Alla luce della sua razionalità analitica molte delle premesse che sostentavano l’ideologia liberale o quella democratica appaiono prive di sostento.

Ripercorrendo il pensiero politico di Weber, risulta inevitabile pensare alle vicende contemporanee. I problemi che preoccupano il sociologo tedesco, in massima parte, sono quelli oggi: l’inadeguatezza delle classi dirigenti, la scarsa legittimità delle decisioni politiche, la distanza tra governanti e governati, i rischi connessi ad un governo sempre più dominato da logiche tecnocratiche incapaci di individuare di una “causa” profonda che sia capace di indirizzare l’agire politico. Se il principio fondamentale del metodo weberiano è quello dell’avalutatività, pensando alle questioni politiche in un mondo sempre più “disincantato”, Weber segnala la necessità di valori, ideali e mete che trascendano il puro scopo funzionale e materiale di ogni scelta. È nell’equilibrio fra legittimità legale-razionale e legittimità carismatica, che egli individua la chiave per una politica futura che, diventando sempre più efficiente, non perda tuttavia la propria anima.

Contesto storico e politico della riflessione weberiana

Quando, il 29 settembre del 1918, i vertici militari del Reich chiedono al governo del Principe Max von Baden di chiedere l’armistizio in base ai 14 punti di Wilson e la parlamentarizzazione, Max Weber rimane sconcertato dalla scelta di Luddendorff. La guerra era persa come egli aveva previsto già nel febbraio del 1917, quando era stata decisa la dissennata strategia della guerra sottomarina illimitata. Di fronte alla sconfitta, tuttavia, Weber ritiene che la Germania debba rifiutare il ruolo di unica colpevole del conflitto e che per essa sia ancora possibile uscirne a testa alta.

Weber non è tra coloro che nell’ora della disfatta addossa tutta la colpa ai vertici militari. Pur avendo attaccato duramente le loro scelte durante la guerra, egli ritiene che, nell’ora della sconfitta, sia un atteggiamento vile quello di cercare capri espiatori. Per lui, al contrario, diventa indispensabile interrogarsi sulle ragioni profonde della sconfitta e, da questo punto di vista, il suo pensiero era già molto avanzato. L’evoluzione della guerra e la sua conduzione da parte dei vertici politici e militari erano state seguite da Weber con grande passione e lucidità. Pur essendo coinvolto emotivamente e partecipando direttamente ai dibattiti esprimendo forti idee nazionalistiche, egli non perse mai la capacità di leggere gli eventi con sguardo scientifico. Anche se ai suoi occhi la guerra era una prova inevitabile che la Germania aveva dovuto affrontare per affermare la sua potenza a livello mondiale, egli aveva visto con chiarezza la mancanza di una classe politica capace di condurre la nazione verso quest’obiettivo. Ai vertici del Reich non vi erano uomini portatori di quelle qualità che lui riteneva fondamentali per la guida politica: passione, responsabilità e lungimiranza. Vi erano, invece, dilettanti che agivano senza una vera “causa”, inseguendo, piuttosto, vanità e prestigio.

Fin dal primo giorno, la situazione diplomatica con cui la Germania era entrata in guerra, rese Weber pessimista sull’esito della stessa. La gestione dei rapporti con gli alleati e coi nemici era stata condotta senza la necessaria prudenza e pianificazione, erano prevalsi furore ed irrazionalità, orgoglio ed aggressività. Lo stesso Imperatore, con le sue dichiarazioni in pubblico, complicava il lavoro dei negoziatori, fino al punto di comprometterlo in diverse occasioni. La condizione di “accerchiamento” in cui si trovava la Germania sollevava questioni di difficile soluzione, vi erano, nelle parole di Weber, “compiti di sicurezza ad ovest e compiti di civiltà ad est”[1]. Districarsi in mezzo a tali complessità senza inimicarsi tutti i paesi vicini e mantenendo fede ai patti contratti con le forze alleate, richiedeva una politica accorta e moderata, capace di vedere oltre il beneficio immediato.

Il dibattito sulla guerra sottomarina ed infine la decisione del Cancelliere Bethmann-Hollweg di acconsentire ai piani dei vertici militari convinsero definitivamente Weber non solo della inadeguatezza di coloro che detenevano il potere, ma, ancor più gravemente, di quel sistema politico che ne aveva permesso l’ascesa. L’entrata in guerra degli Stati Uniti avrebbe portato ad una sconfitta certa, soltanto la demagogia irrazionale dei nazionalisti di destra e dei pan-tedeschi poteva sperare in un esito diverso. Lo stesso Bethmann-Hollweg era cosciente di questo, così come della gravità della situazione sociale interna. Per queste ragioni, negli anni precedenti alla guerra, egli aveva sostenuto la necessità di ambire ad obbiettivi più modesti all’estero e di adottare alcune cruciali riforme volte a garantire la “pace civile” all’interno. La scelta di accantonare ogni riforma e di procedere nella guerra sottomarina illimitata erano il segno che la sua guida politica era debole. Il condizionamento da parte di quei settori della società che volevano che la guerra andasse avanti indefinitamente per soddisfare i propri interessi economici o per paura di quelle riforme interne che solo una vittoria totale, ai loro occhi, poteva scongiurare, era stato determinante.

Come previsto da Weber, la sconfitta arrivò e con essa anche la totale delegittimazione del regime politico che l’aveva determinata. La situazione interna precipitò già nel novembre del 1918 con lo scoppio della Rivoluzione dei Consigli nelle città di Monaco e Berlino. Al problema fondamentale che era stato al centro della sua riflessione fin dai primi anni, l’assenza in Germania di una borghesia responsabile e di un sistema politico che permettesse la selezione dei capi in grado di elevare la nazione a potenza mondiale, si aggiungeva ora un problema di portata ancora più ampia. Se quella “legittimità storica dei poteri”[2] sulla quale aveva trovato fondamento il regime monarchico si era esaurita, si doveva individuare, e con una certa urgenza, un nuovo tipo di legittimità sul quale si potesse fondare un nuovo ordinamento politico. In tempi di razionalizzazione del mondo, questo nuovo fondamento non poteva più fare riferimento né alla tradizione, né tanto meno alla religione: tutte e due, per ragioni diverse, avevano perso ogni autorità politica.

La riflessione su queste questioni, scelta dei capi e legittimità della politica, non poteva per Weber essere scollegata da uno altro dei temi centrali delle sue ricerche, il processo di burocratizzazione delle società moderne. Al tempo stesso in cui il sociologo tedesco s’interrogava sulle possibili soluzioni ai problemi politici della Germania, egli avvertiva i rischi di una strada che, sull’onda del razionalismo imperante, rischiava di dimenticare la multidimensionalità del fenomeno politico riducendolo a mero fatto amministrativo. A questo proposito, egli si chiedeva come fosse possibile proteggere la società da quella “gabbia della servitù del futuro”[3] in cui l’avanzata della burocrazia in ogni ambito della vita sociale la stava portando.

Negli scritti che Weber produsse dal 1918 e fino alla sua morte egli delineò il modello della “democrazia plebiscitaria del capo”. In esso trovarono una sintesi e una risposta i grandi temi della sua riflessione. Attraverso la trattazione delle tre tematiche centrali che abbiamo anticipato, selezione/natura dei capi, legittimità della politica e burocratizzazione, percorreremo i tratti fondamentali della riflessione politica di Weber e delineeremo gli aspetti principali di quel modello che egli escogitò pensando ad una soluzione possibile alle questioni sollevate.

Selezione e natura dei capi

La figura di Otto von Bismarck aveva dominato la politica tedesca in modo incontrastato da quando, nel 1862, Guglielmo I, non riuscendo a venire a capo dell’opposizione parlamentare, lo aveva nominato Cancelliere. Rappresentante illustre della nobiltà terriera prussiana, gli Junker, Bismarck era riuscito, con abilità ed intelligenza politica eccezionali, ad unificare la Germania e a costruire l’Impero. Con la stessa abilità il “cancelliere di ferro” era riuscito, “sfruttando con maestria lo ‘spettro rosso’ al fine di intimidire e sconfiggere il liberalismo, a stringere le forze borghesi nel dissidio fra i loro obbiettivi costituzionali liberali e il desiderio di conservare le loro posizioni economiche e sociali, che si presumevano seriamente minacciate.”[4]

L’uscita di scena di Bismarck coincise con l’inizio dell’attività intellettuale di Max Weber. La figura straordinaria del Cancelliere che aveva creato l’Impero, inevitabilmente affascinò il giovane Weber, che però si avvide presto dei limiti della sua opera. Nella Prolusione Accademica tenuta nel luglio del 1895 all’Università di Friburgo egli sottolineò: “Alla testa della Germania per un quarto di secolo è stato l’ultimo e il più grande degli Junker, e la tragicità che unitamente alla ineguagliabile grandezza ha caratterizzato la sua carriera di statista e che ancor oggi sfugge allo sguardo di molti, i nostri posteri la scorgeranno nel fatto che sotto di lui l’opera delle sue mani, la nazione cui egli diede l’unità, mutò lentamente e irresistibilmente la propria struttura economica fino a diventare un’altra, divenne un popolo che doveva esigere altri ordinamenti, del tutto diversi da quelli che egli poteva dare e ai quali solo la sua natura cesarea sapeva conformarsi e adattarsi. In ultima analisi, è stato proprio questo fatto che ha causato il fallimento parziale dell’opera della sua vita. Infatti, quest’opera avrebbe dovuto portare non solo all’unificazione esteriore ma anche a quella interna della nazione, e ognuno di noi sa che questo non si è raggiunto.”[5]

La creazione dell’Impero e la forte crescita economica che ne era seguita avevano mutato radicalmente la società tedesca. Nell’arco di pochi anni la tradizionale società rurale aveva lasciato spazio ad una galoppante società industriale. Allo stesso tempo, quel cumulo di piccoli regni, fino allora insignificanti nel panorama internazionale, avevano ora un ruolo di primo piano fra le grandi potenze europee. I cambiamenti della struttura socio-economica e il nuovo ruolo internazionale sollevavano in modo pressante il problema di chi avesse dovuto assumere la direzione politica. Quella classe sociale che storicamente aveva tenuto le redini dello Stato, l’aristocrazia terriera, attraversava un processo d’inesorabile declino, mentre la classe sociale in ascesa, la borghesia, che si candidava naturalmente alla direzione politica del nuovo stato, si presentava ancora immatura. A questo proposito Weber scriveva con chiarezza: “E’ pericoloso e a lungo andare inconciliabile con l’interesse della nazione il fatto che una classe economicamente in declino detenga il potere politico. Ma ancora più pericoloso è il fatto che delle classi verso le quali si sposta il potere economico e con essa la prospettiva del potere politico, non siano ancora politicamente mature per la guida dello stato. Ai nostri giorni, la Germania è minacciata da entrambe le cose, ed è questo il motivo per cui attualmente corriamo un serio pericolo in questa situazione.”[6]

La nuova sfida dell’Impero, quella di proiettare la sua potenza a livello mondiale, richiedeva una direzione forte e capace. Ma era davvero la nuova classe sociale in grado di assumersi tale responsabilità e di produrre i capi con le capacità necessarie? Weber diffidava della possibilità della nascente borghesia tedesca. I più di trent’anni di governo “personale” da parte di Bismarck avevano privato la nuova classe di quell’esperienza politica che avrebbe reso possibile la sua maturazione. Questa circostanza rendeva imprescindibile un’“immenso lavoro di educazione politica.”

In particolare sono due i problemi sui quali Weber concentra la sua attenzione. Da una parte, egli s’interroga su come sia possibile riformare il sistema politico in modo che sia esso stesso a favorire la formazione e la selezione dei capi. Dall’altra, su quali debbano essere le qualità che l’uomo politico debba avere per assolvere il proprio gravoso compito.

È per rispondere al primo problema, che Weber sostiene la necessità della parlamentarizzazione, della soppressione del diritto prussiano delle tre classi e della democratizzazione del sistema politico della Germania. “Tali riforme dovevano servire a staccare gli strati conservatori-feudali dal potere[7], inoltre la democrazia parlamentare doveva favorire la selezione di quelle personalità capaci di divenire capi politici. L’esposizione delle proprie idee nell’arena pubblica e nell’aula parlamentare, l’utilizzo della demagogia (intesa nel suo senso positivo) e il dibattito con i rivali politici erano indispensabili per la formazione e auto-selezione dei leader politici. É a proposito di questi “scopi pratici”: ampliamento della partecipazione, selezione dei capi, educazione politica, che Weber sosteneva la necessità di volgere verso un regime democratico. La sua non era, dunque, una scelta costruita in conformità a un giudizio di valore, bensì a una ponderazione in relazione ad uno scopo. La democrazia non era per lui un sistema politico più “degno” rispetto agli altri, come ritenuto dalla teoria democratica classica fin da Rousseau, ma, più semplicemente, un sistema politico più efficiente rispetto a quello che lui riteneva dover essere lo scopo della politica tedesca: la potenza mondiale. Questa concezione pragmatica della democrazia, se si vuole “funzionale”, mostra come per Weber essa non fosse un bene in sé, ma, piuttosto, un utile mezzo per la selezione dei capi e il raggiungimento degli obbiettivi politici dello stato.

Il secondo problema, quello riguardante la natura del capo politico, fu affrontato da Weber in diverse occasioni ma in particolare nella conferenza La politica come professione, tenuta a Monaco nel gennaio del 1919. In quella che è probabilmente la conferenza più conosciuta del sociologo tedesco, egli si domanda esplicitamente: che natura deve avere il capo politico, quali caratteristiche fondamentali? A parer suo, tre sono le qualità imprescindibili che non possono mancare: passione, senso di responsabilità e lungimiranza.

Passione nel senso di “dedizione appassionata ad una “causa”, al Dio o al demone che la dirige.[8] Senza questa, ogni ostacolo risulterebbe gravosissimo, e le sconfitte, che in politica sono molte, sembrerebbero insormontabili. In uno dei passaggi più belli della conferenza, Weber rileva: “La politica consiste in un lento e tenace superamento di dure difficoltà da compiersi con passione e discernimento al tempo stesso. È certo del tutto esatto, e confermato da ogni esperienza storica, che non si realizzerebbe ciò che è possibile se nel mondo non si aspirasse sempre all’impossibile. Ma colui che può farlo deve essere un capo e non solo questo, ma anche – in un senso assai poco enfatico della parola – un eroe. Pure coloro che non sono né l’uno né l’altro devono altresì armarsi di quella fermezza interiore che permette di resistere al naufragio di tutte le speranze, già adesso, altrimenti non saranno in grado di realizzare anche solo ciò che oggi è possibile. Soltanto chi è sicuro di non cedere anche se il mondo, considerato dal suo punto di vista, è troppo stupido o volgare per ciò che egli vuole offrirgli, soltanto chi è sicuro di poter dire di fronte a tutto questo: “Non importa, andiamo avanti”, soltanto quest’uomo ha la “vocazione” per la politica”.

La passione, tuttavia, da sola non può essere bastare. A questa deve necessariamente aggiungersi la responsabilità, cioè la capacità di misurare e prevedere le conseguenze delle azioni. Se la causa deve fungere come “stella polare decisiva dell’agire”[9] che permette di non perdere la direzione anche nel mezzo delle difficoltà e lo sconforto o anche quando sia necessario prendere qualche deviazione, solo una ponderazione continua delle cause e degli effetti, delle implicazioni di ogni scelta fatta o non fatta permettono di tenere insieme la barca e il suo equipaggio, di superare gli ostacoli, di vincere i nemici.

Infine, il politico deve possedere lungimiranza, cioè: “la capacità di far agire su di sé la realtà con calma e raccoglimento interiore, dunque, la distanza tra le cose e gli uomini.”[10] L’incapacità di attendere, di guardare oltre il beneficio immediato in previsione di quelli futuri, di valutare le conseguenze delle proprie azioni in una prospettiva temporale ampia rederebbero il capo facile preda dell’immediatismo, della vanità, della sottovalutazione. Per Weber, colui che inseguisse soltanto la volontà di potere senza una causa, che agisce per principio ma senza responsabilità, che cercasse il risultato immediato senza guardare oltre il più vicino orizzonte, commetterebbe in politica degli “errori mortali.”

Legittimità della politica

Se la democratizzazione era necessaria per fornire lo stato di capi in possesso delle caratteristiche indispensabili per assumerne la guida della Germania di fronte alle nuove sfide, risulta evidente che la teoria democratica weberiana si costruisce a partire da uno scopo pratico e non per esempio su un supposto diritto naturale degli individui. La “democratizzazione è una tecnica per addestrare capi politici e per mettere a loro disposizione canali ascesa.”[11]

La sconfitta in guerra fu per Weber un’ulteriore dimostrazione del carattere dilettantistico dei politici tedeschi e della necessità di drastiche riforme istituzionali. Se, fino a quel momento, tuttavia, le riforme che egli aveva pensato si limitavano all’estensione del suffragio e la parlamentarizzazione del Reich, l’esito del conflitto e lo scoppio della rivoluzione, cambiò radicalmente la dimensione della questione. La “legittimità tradizionale”, incarnata dalla monarchia, sulle cui spalle si era costruito lo stato tedesco aveva perso ogni possibilità di persistere, le riforme necessarie erano ora di portata ben più radicale. Ne La Futura forma istituzionale della Germania, Weber, pur sostenendo che la soluzione istituzionale più duttile fosse la monarchia parlamentare, riconosceva che “la dinastia prussiana – e con essa anche le altre dinastie – è così gravemente screditata che ormai il suo mantenimento non potrebbe più essere patrocinato per via di possibili considerazioni tecnico-statuali.”[12] Si poneva allora il problema di pensare ad un modello repubblicano tenendo conto che anche il Parlamento era rimasto molto screditato dagli eventi. Su quali basi legittimare il nuovo potere?

Ne La Politica come Professione Weber aveva distinto tre tipi puri di legittimità del potere politico: il potere tradizionale, cioè “l’autorità dell’eterno ieri” basato sulla tradizione e sul costume; il potere carismatico, l’autorità cioè “del dono di grazia”, quella degli eroi e dei condottieri carismatici; ed infine il potere legale, l’autorità della norma razionalmente statuita.[13] Gli eventi storici avevano distrutto in Germania la legittimità tradizionale incarnata dalla monarchia. Rimanevano dunque due possibili legittimità per il potere nel “nuovo” Reich, o quella carismatica o quella razionale.

Weber sottopose ad una critica impietosa le moderne teorie liberali e democratiche, così come la teoria dello “Stato di diritto” e la sua fondazione giusnaturalistica. “Il processo di ‘disincantamento del mondo’ non si arrestava nemmeno dinanzi alle teorie liberali e democratiche.”[14] Secondo lui “l’assiomatica del diritto naturale non poteva essere ancora in grado, nelle condizioni del capitalismo sviluppato, di offrire delle prescrizioni univoche per la costruzione di un ordinamento sociale.”[15] La razionalità formale del diritto, inoltre, costituiva un “presupposto sostanziale dei calcoli borghesi e risiedeva perciò nell’interesse delle classi borghesi. Una società proletaria non aveva perciò nessun interesse diretto verso un tipo siffatto di ordinamento giuridico formale e razionale, ad esso avrebbe potuto preferire i principi della razionalità materiale, ‘diritto al pieno lavoro’, ‘diritto al pieno ricavo del lavoro’.”[16] Per Weber, dunque, anche la legittimità legale-razionale dello “Stato di Diritto” nella sua forma classica non era più possibile. Da una parte, la crisi della fede nel diritto naturale su cui si basava e, dall’altra, il suo carattere di classe, minavano la sua credibilità e obbligavano alla ricerca di nuove forme di legittimazione.

Nell’ottica weberiana, ogni scelta politica poteva essere presa sulla base di due tipi di razionalità diverse: quella rispetto allo scopo e quella rispetto al valore. Nel primo caso, l’agire trova giustificazione nel risultato di una valutazione logico-funzionale che permettesse di stabilire la strategia migliore per raggiungere un determinato obiettivo. Nel secondo caso, l’agire trova giustificazione nell’esistenza di un principio o un valore che si vuole sia rispettato. Per tutte e due i tipi di razionalità è necessario un presupposto, nel prima caso l’esistenza di uno scopo e nel secondo quello di un valore.  Secondo Weber, il processo di razionalizzazione del mondo ha messo in crisi soprattutto il secondo tipo di razionalità. In ambito politico, l’idea dell’esistenza di diritti naturali, per esempio, sulla quale si erano costruite la maggior parte delle teorie liberali e democratiche, alla luce della fredda analisi razionalistica, risultava difficilmente sostenibile. Se dunque veniva a mancare il presupposto, in conformità a quale criterio sarebbe stato possibile adottare e legittimare politiche valoriali? E se questo era il caso, poteva esistere un ordinamento basato solo su scelte in base agli scopi? Per Weber un “sistema di norme di carattere formale non era sufficiente a fondare una vera legittimità, a suo parere doveva aggiungersi una fede.”[17]

Il problema della legittimità, come si vede, assume per Weber le forme di un complesso rebus. Se da un lato quella tradizionale era compromessa e dall’altra quella legale-razionale mostrava i propri limiti essendo incapace di offrire un orientamento valoriale, si rendeva necessario riflettere su ruolo della legittimità carismatica.

Burocratizzazione

A questo problema, quello della difficoltà di costruire un sistema politico legittimo, si collegava nell’analisi weberiana quello dell’avanzata del processo di burocratizzazione dalla società. L’applicazione delle tecniche razionali di produzione e di risoluzione dei problemi ad ogni aspetto della vita societaria, unitamente alla diffusione di burocrazie in possesso di tali tecniche, stavano cambiando in modo radicale ogni ambito del vivere comune. Infatti “la superiorità tecnica del meccanismo burocratico è indiscutibilmente quanto la superiorità delle macchine utensile sul lavoro manuale.”[18] L’operaio, l’impiegato, il funzionario erano parte integrante di un ingranaggio, di una macchina, di cui speravano soltanto di diventare una rotella più grande.

Inevitabilmente, la logica burocratica aveva pervaso anche la sfera dell’amministrazione pubblica e della politica. Weber, ispirato dalle analisi di Moisei Ostrogorsky fu fra i primi ad analizzare le conseguenze della formazione di macchine-partito. Il perfezionamento sempre maggiore di tali macchine costruiva le condizioni perché il potere politico fosse sempre di più in mano a funzionari senza una “causa”, che agivano in modo estraneo a qualsivoglia passione politica. A questo processo, al meno in Germania, aveva senz’altro contribuito il ruolo totalmente marginale del Parlamento. Se nell’architettura istituzionale, all’assemblea non era riservato un ruolo in alcun modo determinante per la gestione del potere, fra le sue pareti non poteva aver luogo nessuna genuino scontro, nessun confronto sulle idee, ma soltanto la ricerca di prestigio personale o la volontà di rappresentare determinati interessi economici. Già nel 1909, nel suo intervento Sulla Burocrazia, Weber si domandava: “Cosa abbiamo da opporre a un tale meccanismo per lasciare libera una piccola parte dell’umanità dalla parcellizzazione dell’anima?”[19]

La democrazia plebiscitaria del capo

La Germania, uscita sconfitta dalla guerra e travolta dalla rivoluzione, si trovava di fronte alla necessità di ricostruire velocemente un sistema politico che potesse riportare il paese sotto controllo ed affrontare le trattative di pace con le potenze vincitrici. Molti erano i problemi sul tavolo: la monarchia era crollata e con essa le classi sociali che avevano tenuto le redini dello stato; la “minaccia rossa” era più che mai attuale; la borghesia stentava ad assumersi quelle responsabilità politiche che le erano affidate dal peso economico conquistato.

Weber che, per superare la crisi, aveva ritenuto sino a quel momento sufficiente la democratizzazione del sistema vigente, di fronte alla radicalità dei mutamenti, ruppe gli indugi ed avanzò la proposta di un modello politico che condensava tutti gli spunti della sua riflessione politica: la democrazia plebiscitaria del capo. Ne La futura forma istituzionale della Germania e Il Presidente del Reich, apparsi rispettivamente nel 1918 e nel 1919, egli sostenne la necessità per la Germania di una forma istituzionale repubblicana, presidenziale e plebiscitaria. Come suggerito dall’ultimo aggettivo, il Presidente del Reich sarebbe stato eletto direttamente dal popolo. Le ragioni portate da Weber a sostegno di tale scelta erano molteplici. L’elezione diretta del capo di stato avrebbe obbligato ogni potenziale candidato ad andare alla ricerca del consenso sul campo di battaglia elettorale. Questo a sua volta avrebbe favorito l’instaurarsi di un efficace processo di selezione dei capi all’interno dei partiti, contrastato gli effetti del processo di burocratizzazione e stimolato la maturazione politica della nazione. La competizione e la lotta per la leadership nei partiti, prima, e la corsa per la presidenza in un momento successivo, avrebbero portato al vertice figure dotate di quelle qualità di cui l’uomo politico non può prescindere.

Ecco che nel disegno weberiano il ruolo del carisma trova alla fine una collocazione nodale. La legittimità del potere, nello schema da lui immaginato, sarebbe stata doppia, allo stesso tempo legale e carismatica. La dualità fra burocrazia e democrazia plebiscitaria, l’una portatrice del legalismo formale e l’altra, attraverso la figura del capo carismatico, di valori, avrebbero permesso al sistema politico di coniugare efficienza e vitalità. In tale modo, le tendenze meccanizzanti della burocrazia sarebbero state superate grazie all’indirizzamento valoriale impresso dal capo e dal suo carisma “creatore di valori”[20]; allo stesso modo, la tendenza accentratrice e possibilmente autoritaria del potere carismatico sarebbe stata tenuta a bada dal potere legale, incarnato dalle burocrazie dello stato.

In questo modo, Weber tenta di rifondare l’ideale democratico su basi diverse da quelle del diritto naturale. Il capo carismatico plebiscitario, capace di decidere autonomamente la sua “causa” in politica, diventava la guida che, attraverso le sue straordinarie capacità demagogiche, poteva convincere il popolo della giustezza delle sue idee e dei suoi valori. In tale modo, le scelte politiche e la politica trovavano una legittimazione diversa da quella puramente legale-razionale a cui faceva capo la burocrazia. Il popolo riconosceva nel capo carismatico una speciale vocazione per la politica e dunque si affidava a lui compiendo un atto di fede. La passione del capo e la sua libera scelta di una “causa”, inoltre, avrebbero limitato quelle tendenze in atto che stavano irrigidendo l’ordinamento sociale e limitando sempre di più la libertà d’iniziativa e di pensiero degli individui.

Conclusione

L’affermarsi di quella che Weber definiva una “società proletaria” richiedeva lo sviluppo e l’implementazione di un sistema politico capace di andare incontro alle nuove sfide. Per il sociologo tedesco, particolare attenzione rivestiva il problema della legittimazione del nuovo ordinamento. Senza legittimità, nessun regime sarebbe stato capace di affrontare anche la più piccola difficoltà. Il problema era, e rimane, tutt’altro che semplice. Nella Germania di Weber, la storia aveva portato alla delegittimazione delle classi dirigenti storiche escludendo la possibilità di costruire il nuovo ordinamento sulla base di forme di legittimità tradizionale. Il processo di razionalizzazione e burocratizzazione di ogni aspetto del vivere sociale minava la credibilità sia di quei costrutti razionalistici che si basavano su presupposti fideistici, pensiamo allo “stato di diritto”, sia di quelle forme di razionalità costruite a partire da valori assunti in modo aprioristico. Una legittimazione che volesse essere rigorosamente legale-razionale, tuttavia, sollevava la questione di come offrire un orientamento valoriale alla società. Come si è evidenziato, una razionalità esclusivamente basata sugli scopi esponeva ad un duplice rischio: quello di una scelta “erronea” di questi, come di lì a poco la stessa vicenda tedesca avrebbe mostrato; o quello della scelta di obbiettivi alla lunga incompatibili con ogni equilibrio sistemico, come avviene nella società del benessere con la moltiplicazione ad infinitum dei desideri sociali a scapito, per esempio, di ogni sostenibilità ecologica. Come se non bastasse, la via legale-razionale contribuiva ad accentuare quel processo di ‘disicantamento del mondo’ che Weber avvertiva con grande preoccupazione. Il senso del vivere sociale rischiava di essere smarrito.

La proposta di Weber, che non smette di sorprendere per la lungimiranza con cui anticipa i problemi delle democrazie contemporanee, pensiamo alle derive tecnocratiche, alla disaffezione dell’elettorato, alle difficoltà della politica ad offrire soluzioni equilibrate che sfuggano all’immediatismo, cerca, attraverso un difficile esercizio di ponderazione, di prospettare un’alternativa. Egli auspica la possibilità di combinare in quella che lui chiama la “democrazia plebiscitaria del capo” forme di legittimità legale-razionale e di legittimità carismatica. In questo modo, il funzionalismo asettico della prima sarebbe stato bilanciato con la carica valoriale ed emotiva della seconda.

Bibliografia

  • Aron Raimond, Le tappe del pensiero sociologico, Mondadori, Milano, 1989.
  • Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993.
  • Weber Max, Scritti Politici, Niccolò Giannotta Editore, Catania, 1970.
  • Weber Max, La Politica come Professione, Edizioni Comunità, Torino, 2002.
  • Weber Max, Economia e società, Edizioni Comunità, Torino, 2002.

 

[1] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p325.

[2] Weber Max, Scritti Politici, La forma istituzionale della Germania, Niccolò Giannotta Editore, Catania, 1970. p. 298.

[3] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p.601.

[4] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p.576.

[5]  Weber Max, Scritti Politici, Lo Stato Nazionale e la Politica Economica Tedesca, Niccolò Giannotta Editore, Catania, 1970. p. 102.

[6] Ibid. p. 101.

[7]  Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p.577.

[8] Weber Max, La Politica come Professione, Edizioni Comunità, Torino, 2002. p. 94.

[9] Ibid. p. 95.

[10] Ibid. p.95.

[11] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p. 582.

[12] Weber Max, Scritti Politici, La forma istituzionale della Germania, Niccolò Giannotta Editore, Catania, 1970. p. 297.

[13] Weber Max, La Politica come Professione, Edizioni Comunità, Torino, 2002. p. 46.

[14] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p. 578.

[15] Ibid. p. 578.

[16] Ibid. p. 579.

[17] Ibid. p. 584.

[18] Weber Max, Scritti Politici, Sulla burocrazia, Niccolò Giannotta Editore, Catania, 1970. p. 113.

[19] Ibid. p. 113.

[20] Mommsen W. J., Max Weber e la politica tedesca, Il Mulino, Bologna, 1993. p. 594.